El otro día abrimos en casa una botellita de cava. Después de nueve meses de obras, el fontanero había acabado la faena. Bendito seas, querido hojalatero. Pensaba que lo nuestro iba a ser más largo que el desdoblamiento de Etxegarate. Nueve meses, como un embarazo, con lo largos que se hacen los embarazos. Amigo fontanero, has batido todos los récords de estancia en mi casa de entre todos los gremios de la construcción. Nueve meses, que se dice pronto. Todo hay que decirlo, no te has pasado todo el tiempo dale que te pego con la caldera, los tubos de la calefacción y el soldador que, si no, para rato pagaba yo la factura. No, qué va. Ha sido un ir y venir. Hoy te hago un agujerillo por aquí, mañana te instalo una calefacción por allí y la semana que viene bajo al garaje para soldar un par de tubos. Tres estaciones (invierno, otoño y primavera) han pasado desde aquel buen día que aterrizaste con tus bártulos. "En quince días o, a lo sumo en un mes, esto está listo", dijiste. Uno, que de chaval lijó y dio pintura de minio a un porrón de balcones, sabe un poquito de lo que habla, aunque los tiempos han cambiado una barbaridad. Antes llamabas al pintor para que le diera lustre a una habitación y se te presentaba en casa en una semana. Hoy en día, vas a pedir un presupuesto para cambiar tu cocina de toda la vida y te dan cita para marzo de 2008. Mi fontanero también tardó lo suyo en venir a casa, pero le cogió tal gustito que se quedó nueve meses. Nada, hombre, que cuando quieras me pasas la cuenta, y aquí paz y después gloria.
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