Están separados por unos centenares de metros, pero ir a uno u otro sitio es como presenciar la noche y el día. Asistir a los partidos de Anoeta es un suplicio que a veces se convierte en un ejercicio masoquista. Subir a Illumbe es acudir a la cita con la fiesta y el espectáculo. El Bruesa es el recién nacido al que todo el mundo mima y hace carantoñas. La Real es el alumno voluntarioso que no colecciona más que calabazas, supera el curso con un aprobado raspado y no repite porque hay estudiantes todavía más zoquetes. Uno y otro club tienen poco que ver. Hace tiempo que la Real es un equipo tristón, alicaído, que transmite desilusión, a pesar de que tiene detrás una hinchada con una paciencia infinita. Se fueron unos, vinieron otros, y todo sigue igual. Lo peor que le puede pasar a un club es que caiga en la indiferencia. El aficionado está tan hasta el gorro de los jugadores, los entrenadores y la directiva que incluso se lo pensó y mucho a la hora de acudir a la ampliación de capital, y ya ni siquiera debate sobre si se deben fichar a jugadores que no sean vascos. El Bruesa ha llegado como un huracán, respaldado por una campaña de marketing excelente y un equipo cercano al espectador. Ni siquiera se le pide que haya jugadores de casa (sólo uno de los doce es guipuzcoano). Hace tiempo que en deportes como el baloncesto el romanticismo ha pasado a un segundo plano. En el TAU, por ejemplo, nueve de los doce jugadores son extranjeros y huelga decir que el único vasco es el segundo entrenador. Pero el TAU gana, ofrece espectáculo y divierte. Y eso, amigo, es lo único que cuenta.
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