Hubo un tiempo, hace cuatro, cinco, nueve años, en el que la Fórmula 1 era en este país un deporte de segunda categoría. Basta con mirar las hemerotecas. Hace poco topé con un recorte de 1998 de un periódico de gran tirada que dedicaba menos de media página al inicio de la temporada. La Fórmula 1 nos sonaba porque siempre ganaba el mismo, se movía mucha pasta y estaban rodeadas de mucho boato, mucho dinero y muchas chicas (las chicas-palmero, esas que ya sean coches o motos, haga sol o llueva, siempre sostienen una enorme sombrilla). Por aquel entonces la Fórmula 1 sólo se podía ver en estos pagos por una cadena francesa o previo abono por un canal digital que te permitía escoger en cada momento la cámara que quisieras. Tú hacías de realizador de la carrera. Si quería ver los boxes, veías los boxes; si querías la meta, la meta. Hoy, con el fenómeno Alonso, te encuentras con el vecino de la esquina y te espeta: "¿Has visto A Alonso? Yo creo que si le llegan a dejar usar el mass damper, saca más tiempo en el pit lane y gana. Lo que pasa es que le ha perjudicado que saliera el safety car y que no pudo hacer una buena calificación para conseguir la pole position". Hoy hay más entendidos de Fórmula 1 que entrenadores de fútbol. El automovilismo ha conseguido lo que nunca lograron ni el baloncesto ni el balonmano. El aficionado de nuevo cuño es capaz de madrugar para ver el Gran Premio de Japón a las siete de la mañana. Aunque siempre tendrá sus opositores. Un colega de profesión asegura que la Fórmula 1 es tan deporte como el ajedrez y el mus. Y que les discutan a los muslaris si lo suyo es o no es deporte.
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