Hace unos meses aproveché este privilegiado espacio para escribir sobre el fontanero, mi fontanero (con perdón). El tipo en cuestión tardaba tanto tiempo en acabar una obra en casa, que por un momento pensamos que quería quedarse a vivir. Por aquel entonces (hablo de cuando estaba a punto de acabar una faenita de nueve meses), desconocía que quedaba lo peor: la visita del técnico. Mentar al técnico es como mentar a la bicha. Que viene el coco, señores. El técnico, que se supone que viene a arreglarte una avería, te deja un agujero económico que ni pá qué. En concreto, a mí me tocó en suerte el técnico de la caldera, personaje equiparable al técnico de la lavadora, de la tele o del frigo. Hay otras categorías superiores de técnicos expertos en sablazos: los cerrajeros, que te clavan una factura de espanto y te dicen que no mires mientras trabajan, no vaya a ser que pilles el truco del almendruco. A lo que iba. El técnico de la caldera, al que, por cierto, ni siquiera vi la cara, empleó 40 minutos en realizar una tarea que desconozco. Porque leo en la factura el conceto que diría Manuel Manquiña en Airbag y me descoloco: Cambiar rampa de injectares y comprobar (sic). Ave María purísima. La cosa debe tener bemoles. Pregunto al fontanero y me dice que el asuntillo consiste en quitar dos tapas y poner seis tornillos. Pues caro me lo fiáis, amigo técnico. Aunque lo ponga en el recibo, cobrar 50 euros la hora por poner unos tornillos no es de recibo. A los 50 euros le sumas el precio de la dichosa rampa, el no menos dichoso codificador, el desplazamiento y el IVA, y ya tienes a un notario en ciernes.
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