Contaba el otro día El País en su contraportada que el Real Madrid le niega la venta de entradas a un discapacitado porque no es socio. Antonio Monerris, que así se llama el hincha merengue, quería regalarle un par de localidades a su novia para disfrutar del Madrid-Racing del pasado sábado. Pero llegó el que dicen es el mejor club de la Historia del balompié, ese club "castizo y generoso, todo nervio y corazón" (lo dice su himno), y dijo que nones. Que con 200 plazas para minusválidos en un aforo de 80.000 butacas ya vale. Y que si no eres socio, pues lo ves desde tu silla de ruedas, pero en el salón de tu casa o en el bar. Pues eso, que un club que maneja un presupuesto de 346 millones de euros no está para estas menudeces. Ya se sabe que la grandeza a veces nubla la vista. El Madrid podía tomar ejemplo de los clubes ingleses, que le llevan traineras de ventaja en la atención a personas con discapacidad. El caso del aficionado blanco ilustra como pocos la escasa e incluso nula sensibilidad que muchas instituciones y personas muestran con este colectivo. No hay más que mirar a nuestro alrededor y ver que abundan las aceras sin rebajar, las tiendas con escalones, los parkings sin ascensor, los baños con puerta pequeña o los listos que aparcan el coche al lado de la puerta de entrada del centro comercial de turno, eso sí encima de la pintura amarilla reservada para los discapacitados. El Madrid, desgraciadamente, no es el único que les desprecia. El promotor de la gira de los Rolling reservó seis entraditas para minusválidos en el concierto que se celebró en Bilbao en 2003. Todo un ejemplo de generosidad.
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