No hace falta participar en ese engendro llamado Gran Hermano para estar rodeado de cámaras. En la tele los concursantes lo hacen motu proprio, pero en la calle estamos rodeados. Amén de las cámaras para controlar el tráfico, hay objetivos en edificios, portales, comercios, bancos, empresas y un largo rosario de lugares. De todas las que nos vigilan por ahí fuera, resultan más que molestas las de las gasolineras. Vas a pagar al mostrador después de pringarte las manos con gasoil y, mientras esperas a que te devuelvan la tarjeta, ves por el monitor de televisión que en la coronilla te estás dejando más pelos que en la gatera. Vamos, que luces una tonsura como Dios manda, y que tus tiempos juveniles de melena al aire quedan para los álbumes de fotos. Abreviando: que te estás quedando calvo. Quien más quien menos tiene detectadas una, dos o tres cámaras sobre todo las de los radares, pero seguramente no nos hacemos a la idea del montón de objetivos que vigilan nuestros pasos. Hace unos días, el programa 66 minutes, de la cadena francesa M 6, emitió un reportaje en el que un tipo explicaba que al salir de la estación Victoria de Londres, te encuentras de sopetón con once cámaras a tu alrededor. El asedio en Gran Bretaña es tal que se ha creado un colectivo anti-cámaras. Aquí no sé si se llega a tanto. La venta de alarmas que incluyen cámaras de vigilancia ha crecido, aunque también las hay de pega. Tengo un amigo que para proteger su reluciente negocio de la visita de los cacos ha instalado una cámara que ni graba ni vigila. Parece real, aunque sea como una veleta que mueve el viento.
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