Hace no muchos años había que atravesar la muga para que a uno le arreglaran los ojos, ya fuera para corregir una miopía, operar unas cataratas (curioso nombre para denominar una dolencia) o para tratar los más complicados problemas oculares. Hay una clínica, creo que en Angelu, que recibía a pacientes que llegaban desde las Islas Canarias. Hoy, las clínicas oftalmológicas, no digo que sean tan comunes como las de los odontólogos, pero haberlas haylas. Y, por lo que parece, acudir al oftalmólogo o al dentista ya no produce pavor, sino que se afronta como un placer, sobre todo si de paso uno se ahorra unos eurillos. Hace unos días, un jubilado francés relataba en un programa de televisión su reciente viaje a Budapest para hacerse –es un decir– con una dentadura nueva. El buen hombre había recorrido 800 kilómetros para que un dentista húngaro le implantara unos relucientes dientes en una operación que había durado poco más de media hora. Era el primero de los siete días que había contratado con un touroperador. Invirtió los otros seis días en disfrutar de los atractivos que ofrece la capital húngara. La factura le salió por unos 7.000 euros, la mitad de lo que hubiera abonado en Francia. Lo curioso del caso
es que más de 2.000 franceses hacen lo mismo y acuden cada año a Hungría para hacer turismo dental. Cuentan incluso que en Mosonmagyarovar (se escribe así, lo juro), un pueblo de 33.000 habitantes, hay 150 dentistas. Nunca he estado en Budapest y hace tiempo que me molesta un empaste. Así que...
No hay comentarios:
Publicar un comentario