A todos (o casi todos) nos ha pasado alguna vez. Sales de farra con tus vaqueros, tus zapatillas y la camiseta de rigor, y vuelves tocado con un sombrero de paja, una pistola de agua, un collar de pega, un Piolín enorme en una mano y los churros en la otra. Y ya se sabe que, después de una noche de juerga, siempre llega la susodicha comida familiar, que suele dar para mil anécdotas. Como ésa que habla del tipo que, tras beberse hasta el agua de los floreros en las Magdalenas de Errenteria, apareció en una comida con la frente de color rosa. Se acaba de duchar, pero el agua no fue suficiente para borrar las marcas del sombrero que había llevado durante toda la lluviosa madrugada de fiesta. El sombrero de paja es un clásico que cuando ya no sirve viaja en la bandeja trasera del coche. Ahora se lleva el megáfono. Si ya han disfrutado de alguna fiesta patronal o una boda, saben de qué hablo. Es la plaga del verano. No sirve para nada, pero se vende como rosquillas. El aparato en cuestión se usa para dar alaridos, convocar a la cuadrilla para ir a potear al siguiente bar o dar la tabarra a tu comunidad de vecinos. Y no sólo eso. El megáfono emite canciones (la palma se la lleva el oé, oé, oé) e incluso grabaciones con las mayores chorradas que pueda cantar uno. Si el cacharro cae en manos de un mangarrán que no sabe cómo llegar a casa porque lleva un pedo del ocho, es capaz de cantarte los últimos cinco LP de Julio Iglesias. Yo ya le veo una utilidad al trasto éste. Lo voy a traer a la redacción para convocar las reuniones de portada.
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