El paradigma de la ciudad perfecta se nos cae a cachitos. Barcelona o, si lo prefieren, BCN, que es como se denomina a la Ciudad Condal en algunos medios de comunicación catalanes por aquello de economizar las palabras, está mostrando al aire en los últimos meses todas sus vergüenzas, que por lo visto son muchas. Si alguien definió a Madrid como "la ciudad de la zanja" por las decenas de obras que salpican sus calles, lo de BCN no tiene desperdicio. De repente, descubrimos que detrás de esa imagen de postal se esconde una urbe con problemas impropios de una ciudad que lidera todos los rankings de vanguardia. Descubrimos también que no es oro todo lo que reluce en la capital del modernismo, y que el empeño de la política por fomentar la cultura del cemento y el ladrillo provoca a veces colapsos como el que se vive en el área metropolitana. BCN padece su particular annus horribilis. En un corto intervalo del tiempo, dos de los servicios imprescindibles para la ciudadanía (la electricidad y el transporte) han sufrido defectos de funcionamiento hasta sumir a la ciudad en el caos. A los apagones del verano la han sucedido los socavones en las obras del AVE. Ya va para dos semanas que no funcionan los trenes de Cercanías. Y no hay que remontarse mucho en el tiempo para recordar el desastre de las obras del metro en el barrio de El Carmel. Vamos, que sólo les falta que se derrumbe la Sagrada Familia (el AVE pasa muy cerquita del templo) y que Lionel Messi se lesione.
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