Miguel Ángel Lotina se quejó amargamente el domingo pasado en la sala de prensa de San Mamés de los insultos personales que había recibido de unos aficionados que habían seguido el Athletic-Deportivo detrás de su banquillo. "Es el campo en el que más insultos escucho", dijo. Vízcaíno de pro, le dolía en el alma que en su propia casa cuatro cafres mentaran a su padre y a su madre. Desgraciadamente, los improperios que escuchó Lotina son el pan nuestro de cada día en el fútbol, el baloncesto, el balonmano y decenas de disciplinas deportivas. Da igual que sea la Liga o un partido de quinta regional. Y las descalificaciones (que es una forma fina de denominar a los insultos) no se dirigen precisamente a los protagonistas principales (los jugadores), que también, sino a los secundarios, a los árbitros. La ración de ofensas que reciben los réferis cada fin de semana llenarían las 80 páginas del periódico de hoy. Servidor acudió el domingo a un partido de balonmano aficionado y se quedó pasmado con la colección de vituperios que le llovió a la pareja de árbitros... Y eso que el encuentro no tenía color porque el equipo visitante arrasó al local. Personas modélicas en su quehacer diario son capaces de mostrar lo peor de sí mismos en un polideportivo o un campo de fútbol. Llega uno a la conclusión de que en las competiciones deportivas, como en las discusiones de tráfico, sacamos a relucir nuestro lado oscuro. Dicen que en algunas disciplinas hay crisis de árbitros, que no hay personal para tanto partido. A veces lo milagroso es que alguien se apunte a los cursos.
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