Pongamos que un grupo de inversores canadienses, capitaneados por un empresario guipuzcoano, pretende hacerse con el 35% del capital social de la Real. No problem, friend. ¿Canadienses, me dices? Pongamos que el grupo de inversores es francés o alemán. Tampoco hay problema. Qué serios y trabajadores estos galos, estos germanos. Pongamos que el grupo es chino. ¿Chinos? Nos suena a chino. Por razones que se me escapan, los chinos arrastran una mala imagen que supongo es inmerecida. Asociamos chino con economía sumergida, horarios comerciales non stop y leyendas urbanas sin fundamento. También, lógicamente, chino casa con restaurante, con muralla, con Tiananmen y con pena de muerte. Pero sería del todo reduccionista resumir las características del país más poblado del mundo (más de 1.300 millones de habitantes) en cuatro trazos. A uno le da la impresión de que, abandonada la hoz y el martillo, la República Popular se va a comer el planeta a bocados. Que va ser una referencia en todos los ámbitos de aquí a nada, aunque hoy sea una desconocida para el común de los mortales. Y si no, ahí van tres preguntas sencillas y una cuarta de nota: ¿Cómo se llama la canciller alemana? ¿Y el primer ministro británico? ¿Y el presidente de Francia? ¿Y el presidente de China? Las tres primeras nos las sabemos de carrerilla y la cuarta nos vuelve a sonar a chino. En resumen, que no digo yo que la Real tenga que pasar por el aro olímpico chino, pero la verdad es que el dinero es el mismo, ya sea en dólares canadienses o en yuanes.
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