Hubo un tiempo en el que todo pichichi quería ser bancario o funcionario. Ya sabes. Entras a las ocho de la mañana a trabajar, sales a las tres, y tienes toda la larga tarde para dedicarte en casa a emular al barbas de Bricomanía. [En otra ocasión hablaremos del tipo de Bricomanía, que el otro día se fabricó una sauna como quien monta un mueble de Ikea]. No tengo amigos funcionarios, así que no sé si su vida es tan plácida como nos la suelen pintar. Supongo que, como todo, su trabajo tiene sus ventajas e inconvenientes. Sí tengo algún que otro amigo que trabaja en una entidad financiera, que es una forma muy neutra de referirse a un banco o a una caja de ahorros. Joxema, que así se llama, y al que aprovecho para felicitarle su próximo cumpleaños porque siempre se me olvida, no se pega la vida padre. Trabajar en una caja de ahorros, ser bancario (que no banquero), se ha convertido en un oficio estresante. Se acabó aquello de entrar a las ocho y salir a las tres. Se sigue entrando a las ocho, pero no se sabe a qué hora se va uno a casa. La competencia es brutal. Como en otras tantas empresas, los objetivos a cumplir no es que sean mensuales o semanales, son diarios. Sucede también ya en los comercios. Hace unos días, en un reportaje de una televisión francesa sobre tiendas de delicatessen en París, ofrecían la reunión que a diario realiza el encargado de uno de los comercios con los empleados antes de iniciar la jornada de trabajo. El tipo les dejaba muy clarito que al final del día tenía que hacer una caja de 36.000 euros. Era el objetivo del día. Yo diría que es la presión del día.
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