El otro día estuvo por el barrio el afilador. Hacía tiempo que no aparecía este buen hombre. Tanto que ahora llega en coche y no en la destartalada motocicleta que usaba hasta hace unos años. Un Peugeot 309 rojo, para más señas. Lo que no ha cambiado es el chiflo, ese sonido tan característico que alguien tendría que patentar. Como no puedo reproducir las notas musicales del chiflo (seguro que más de uno las conoce), al menos recuerdo la frase que soltaba el afilador por el megáfono mientras recorría el barrio: "Se afilan cuchillos, hachas, machetes, azadas, navajas y toda clase de utensilios de cocina". Ni que decir tiene que dio la vuelta al ruedo y no bajó ni un solo vecino. Y no porque no tuvieran cuchillos para afilar, sino porque a esa hora estaban todos en el curro. Así que el afilador se fue sin ver un chavo y trajo lluvia, que ése es otro cantar. Cuenta la leyenda que cada vez que viene este hombre, llueve. Supongo que el suyo es un oficio en peligro de extinción en estos tiempos que corren. También el del tío que recoge o recogía colchones. Profesiones con poco futuro en esta sociedad que no necesita afilar cuchillos porque los puede comprar a montones coleccionando los cupones de un periódico. El afilador desaparece al mismo tiempo que crecen como champiñones los centros comerciales, esos templos que parecen todos iguales. El último acaba de inaugurarse en Portugalete. Se llama Ballonti y, según el Gobierno Vasco, es el último que se abrirá en Euskadi. ¿Tienen un hueco para el afilador?
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