Hay entrenadores de fútbol que se pasan la vida recordando lo lustroso que es su historial, aunque desde hace muchos años se encuentre carcomido o lleno de telarañas. No hay que ir muy lejos para encontrarse con técnicos que nos cuentan cada semana que ellos fueron los descubridores de fulanito o menganito, jugadores que otrora brillaron en clubes de postín. Otros optan por hacer de la polémica su modus vivendi. Esconden sus carencias técnicas o su falta de formación mediante contínuos enfrentamientos con la prensa, el utillero o todo el que se cruce por su deambulante camino. Frank Rijkaard, el entrenador al que el Barça despachará el 30 de junio, es un rara avis. No sé si es un buen o mal entrenador si nos atenemos sólo a conceptos técnicos. Pero, desde la distancia, por lo que dice y hace, es una excelente persona (un excelente ser humano, que dirían los cursis). Un tipo educadísimo, al que no se le recuerda una mala acción o una frase altisonante en un mundo a veces tan barriobajero como el del fútbol. Un tipo elegante que guarda un respeto reverencial hacia la prensa, los aficionados y sus propios jugadores. El mismo respeto del que carecen esos futbolistas que hoy besan la camiseta cuando marcan un gol y mañana simulan una lesión o cualquier excusa para no jugar un partido comprometido. Decía hace unos días un periodista que da la impresión de que Rijkaard toma calmantes, dado su carácter tranquilo, pausado. No estaría de más que en la Liga cundiera la filosofía Rijkaard.
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