La ciclogénesis explosiva acojona (con perdón). No sé si el fenómeno que entre el viernes y el sábado ha atravesado estos lares era un ciclón, un huracán, un tifón, un tornado o una tormenta tropical, pero acojona. Por aquello de abreviar, los periodistas le hemos denominado ciclón, que no es otra cosa que una poderosa borrasca, como señalaba ayer en estas páginas ese pozo de sabiduría científica llamado Eduardo Cifuentes. Pero es que escuchas la palabra ciclón y te pones a temblar. Y ya de paso, piensas en las gentes que residen en el Caribe, el Atlántico y el Golfo de México, que todos los años se comen un abecedario entero de huracanes. De la A a la W (ya están decididos los nombres de los próximos cinco años). Te dicen que va a llegar un ciclón y te acuerdas de la película Twister, de la vaca volando y el trailer por las nubes. Sales de trabajar de noche, cuentan por la radio que faltan unas horas para que llegue la bestia y notas que sopla un viento rarito, como que quiere y no quiere. Y miras el termómetro, y a las 23.30 horas del viernes (recuerde que estamos en enero y hace nada nos congelábamos bajo cero) marca una temperatura de 16,5 grados. Como decía un tertuliano, sólo faltaba a esa hora que se fuera la luz y se apagara el petaco. Y te metes en la piltra después de cerrar hasta esa contraventana que siempre dejas abierta, y duermes como un lirón hasta que el ciclón (una pena no bautizarlo) barre tu barrio. Te despiertas, y para cuando quieres hacer balance de daños, te das cuenta de cuán importante es la electricidad, el café caliente, las tostadas (maldices a tu vitrocerámica) y tener a mano una linterna. Y pones la radio a pilas y compruebas que pocas veces ha estado mejor empleado el viejo axioma de mejor prevenir que lamentar.
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