Mientras los toros tengan cuernos (afilados cuernos) y el encierro se corra entre calles estrechas y repletas de mozos, habrá muertos. Mientras en Pamplona existan murallas y la peña se tumbe en sus repisas para dormir la mona o para echar un quiqui (¿se escribe así?, ¿o kiki?, ¿o quiki?, ¿o kiqui?), habrá muertos. Podríamos seguir con esta relación causa-efecto hasta llenar toda esta mesa, pero no merece la pena. Viene a cuento la reflexión después de leer y escuchar en los últimos días una sarta de sandeces sobre el encierro que ni Paco Porras en sus mejores tiempos. Desde prohibirlos hasta pedir un carné especial para correr tras la previa asistencia a cursillos, las propuestas han sido de un ingenio que pasma. Correr el encierro es una actividad de riesgo y, como tal, te puede llevar a la muerte. Así de sencillo y así de trágico. Lo milagroso (y toquemos madera) es que no se registren más cornadas mortales, dada la masificación que se registra entre los corrales de Santo Domingo y la Monumental. En un reto cara-espalda entre un animal de 600 kilos y un ser humano, te expones a algo más que un buen tropezón en la Estafeta. Puestos a hacer comparaciones odiosas, si en el próximo Gran Premio de Fórmula 1 un piloto se estampa contra un muro y fallece, ¿prohibiremos las carreras? La respuesta es obvia. Además, no demos ideas, que luego se entera la Comisión Europea, nuestra particular Santa Inquisición, y te prohíbe de un plumazo los encierros, el Chupinazo y hasta la salida de las peñas.
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