Hace unas semanas, una amiga decidió acercarse hasta el hotel en el que iba a alojarse el Barça pocas horas antes de jugar contra Osasuna en Pamplona. Pep Guardiola acostumbra a desplazar a su equipo a la ciudad en la que se disputa el partido el mismo día de la cita. Así que en Pamplona le esperaban los tres habituales recibimientos: en el aeropuerto, en el hotel y en el acceso al campo. A mi amiga su hijo le dio tal tabarra con el asunto que no tuvo más remedio que acudir al hotel y esperar con paciencia la llegada de los jugadores, técnicos y dirigentes culés. La ilusión que tenía el chaval fue proporcional a la decepción que le causó a ella, poco amiga del fútbol y sus circunstancias, el paseíllo de las megaestrellas desde el autobús al hall. "Ni un triste saludo se dignaron a hacer", me contó entonces. Hace tiempo que servidor no acude al recibimiento de un equipo (cuando vengan Dieguito y su Argentina para, pongamos, jugar contra Euskadi-Euskal Herria-Euskal Selekzioa-la selección vasca, Vascongadas, o lo que sea, me colocaré en primera fila). Pero basta con ver las imágenes que ofrecen las televisiones cada vez que viaja un equipo para comprobar que algunos jugadores (en éste y otros asuntos no conviene generalizar) son lo que toda la vida se ha llamado antipáticos. Hinchas y curiosos les jalean, pero ellos desfilan con una oreja pegada a un móvil o, mayormente, con las dos orejas dedicadas única y exclusivamente a escuchar la música en unos enormes auriculares (recúerdese a Ronaldinho). Más que concentración, se diría que es mala educación.
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