Tengo un amigo que casi todos los fines de semana se apunta a un bombardeo polideportivo. Le gusta nadar, correr, andar por el monte, esquiar, salir en bicicleta... y competir. Prácticamente no hay sábado o domingo en el que no haga una salida montañera, un triatlón, una carrera a pie, una travesía a nado o una caminata con los esquís a la espalda para luego deslizarse ladera abajo. Le encanta el deporte y disfruta practicándolo.
Nunca se lo he preguntado, pero estoy seguro de que, de todas las especialidades que domina, la montaña es la que más le llena. Ha subido un montón de cumbres de las montañas que nos rodean, una larga ración de tresmiles en el Pirineo, el Mont Blanc y algún que otro cuatromil de los Alpes; hace unos años se embarcó en un trekking por el Nepal que incluía la ascensión a una montaña de 5.550 metros (los montañeros suelen memorizar los metros exactos de las cimas que ascienden), y poco después puso los pies en el Aconcagua. En Nepal y en los Andes se dio cuenta del mérito que tiene subir una montaña de más de 8.000 metros. Por más que seas un superdotado físicamente, la escasez de oxígeno y la falta de adaptación a la altura es una barrera que a veces resulta infranqueable.
Sirva todo este largo preámbulo para situar la gesta de Edurne Pasaban donde se merece. Subir (y bajar) un ochomil está al alcance de muy pocas personas, y hacerlo catorce veces es sólo para los elegidos. A cero metros sobre el nivel del mar, la discusión a barra de bar sobre los méritos de Edurne lo aguanta todo, aunque quien hable sienta vértigo cuando se sube al balcón del quinto piso. Cierto es que Edurne asciende por las vías más transitadas y que requieren menos dificultad técnica, dentro del riesgo que entraña cualquier expedición al Himalaya. Pero nunca lo ha escondido, como nunca ha escondido que su objetivo era completar los catorce ochomiles, o que sus compañeros de cordada son a la montaña lo que los gregarios al ciclismo.
Hoy, cuando ya alcance el campo base del Shisha Pangma, seguramente tendrá la sensación de que se ha quitado un enorme peso de encima. Todos aquellos que se enfrascan en la carrera de los ochomiles acaban comprobando que la mochila se vuelve muy pesada. La presión propia y ajena por alcanzar el objetivo llega a resultar, no tan dura como la ascensión, pero sí tremendamente cansina psicológicamente. Así que, cuando todo acaba, sólo queda disfrutar.
Nunca se lo he preguntado, pero estoy seguro de que, de todas las especialidades que domina, la montaña es la que más le llena. Ha subido un montón de cumbres de las montañas que nos rodean, una larga ración de tresmiles en el Pirineo, el Mont Blanc y algún que otro cuatromil de los Alpes; hace unos años se embarcó en un trekking por el Nepal que incluía la ascensión a una montaña de 5.550 metros (los montañeros suelen memorizar los metros exactos de las cimas que ascienden), y poco después puso los pies en el Aconcagua. En Nepal y en los Andes se dio cuenta del mérito que tiene subir una montaña de más de 8.000 metros. Por más que seas un superdotado físicamente, la escasez de oxígeno y la falta de adaptación a la altura es una barrera que a veces resulta infranqueable.
Sirva todo este largo preámbulo para situar la gesta de Edurne Pasaban donde se merece. Subir (y bajar) un ochomil está al alcance de muy pocas personas, y hacerlo catorce veces es sólo para los elegidos. A cero metros sobre el nivel del mar, la discusión a barra de bar sobre los méritos de Edurne lo aguanta todo, aunque quien hable sienta vértigo cuando se sube al balcón del quinto piso. Cierto es que Edurne asciende por las vías más transitadas y que requieren menos dificultad técnica, dentro del riesgo que entraña cualquier expedición al Himalaya. Pero nunca lo ha escondido, como nunca ha escondido que su objetivo era completar los catorce ochomiles, o que sus compañeros de cordada son a la montaña lo que los gregarios al ciclismo.
Hoy, cuando ya alcance el campo base del Shisha Pangma, seguramente tendrá la sensación de que se ha quitado un enorme peso de encima. Todos aquellos que se enfrascan en la carrera de los ochomiles acaban comprobando que la mochila se vuelve muy pesada. La presión propia y ajena por alcanzar el objetivo llega a resultar, no tan dura como la ascensión, pero sí tremendamente cansina psicológicamente. Así que, cuando todo acaba, sólo queda disfrutar.
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