El otro día estuve en una boda. Hacía un tiempo largo que no acudía a un bodorrio como Dios manda (la ceremonia era religiosa). Será por aquello de que los de la cuadrilla se casaron (pocos, la verdad) de un tirón, o porque casarse ya no se estila. Hay una época en la vida en la que básicamente trabajas para ir a bodas. Afortunadamente, uno no es Jaume Matas, ese prohombre de la política que confesó ante el juez que asistía a unas 300 bodas al año. El caso es que acudí a la boda y comprobé que los tiempos también han cambiado en este tipo de liturgias. No sólo porque durante la ceremonia se interpretaron canciones poco habituales en los templos (Tengo el corazón contento; Santo, santo) o porque los amigos de los novios eran consumados artistas en esto de la música, sino porque se llevaron al altar las herramientas de trabajo de ambos contrayentes (una llave del 21-22 en el caso de él; mecánico; y un cuaderno de notas en el caso de ella, periodista). Rituales al margen, una boda sirve también para comprobar que si eres mujer tienes que llevar tacones y un vestido rojo, y si eres hombre, la corbata (uno es alérgico a esta prenda) sirve durante la verbena posterior a la cena para que te la pongas en la cabeza a modo de guerrero samurai. Luego vienen las putaditas propias de la boda. Como la de llevar a la mesa presidencial 200 periódicos, entre los que se escondían los 20 números de la cuenta corriente en la que los amigos de los novios les habían dejado la pasta. Cuentan que una cuadrilla un poco más cabrona aún hizo lo mismo, pero puso las pelas en una cuenta a plazo fijo. Para que les diera réditos durante un año, más que nada.
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