Un amigo, que suele tener la agenda del fin de semana repleta de compromisos, ha sido invitado dentro de una semana a una boda (en cursiva; unas líneas más abajo comprobarán que no es una boda al uso). Lejos de la pomposidad y los rituales que caracterizan los bodorrios ya sean civiles o religiosos, ésta escapa a todos los tópicos. La invitación, recibida vía correo electrónico, sin más adorno que la letra Arial en cuerpo 10, es ya toda una declaraciones de intenciones: "No ceremonia. No fotos con las primas. No arroz. No aurresku. No banquete. No traje chaqueta. No corbata. No peluquería. No banquete. No nueve platos y cinco postres. No gasto superfluo. No puros para ellos y detalle para ellas. No Paquito Chocolatero. No zona infantil. Sí muchos/as amigos/as reunidos alrededor de la música, la barra, el piscolabis, la espontaneidad y las ganas". El amigo de mi amigo organiza el sarao en un bar, por la tarde, horas después de acudir al juzgado, que es a donde quería llegar yo (no él). El tinglado legal está montado de tal manera que la burrocracia termina obligándote a que oficialices tu vida en pareja ante un juez. Si no se opta por la boda civil o religiosa, siempre existe el recurso de registrarse como pareja de hecho, aunque los hechos y, sobre todo, la Administración, acaba siempre poniendo alguna traba para que ser pareja de hecho no sea lo mismo que ser pareja civil, si se me permite la expresión. O sea, que tarde o temprano, acabamos delante de un juez o de un sacerdote...y sin necesidad de comprar un zafiro de 30.000 euros a nuestra contraria (o contrario).
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