Después de oír en directo Where the streets have no name, uno da por amortizados los 62,5 euros que costaba la entrada y, si me permiten la exageración, se puede morir tranquilo. Puro espectáculo. No se bañaron en la playa de Ondarreta, ni se fumaron 20 canutos en el escenario, ni se han caído de un cocotero durante sus vacaciones, ni se han bebido hasta el agua de los floreros del hotel María Cristina, ni han comido ni cenado en nuestros templos gastronómicos. No serán candidatos al Tambor de Oro, ni falta que hace. Y vale, sobre el escenario, salvo al que sus detractores (muchos) apodan El Mesías, son sosetes. Muy profesionales, pero sosetes. Y ofrecen contenido y mucho continente, mucho papel de celofán con imágenes para envolver sus canciones y sus mensajes solidarios. Pero son puro espectáculo, aunque algunos casi tengamos que dar explicaciones sobre por qué nos gusta su música y, sobre todo, sus directos. Quizás tiene razón Juan G. Andrés, que anteayer escribía en estas mismas páginas que llevan varios años dando vueltas a un mismo espectáculo sin encontrar su camino. Es posible. Mi registro musical apenas recuerda un puñado de piezas interesantes en sus dos últimos trabajos. Pero sus directos son acojonantes. Ah, ¿que son todo iguales y no improvisan ni los discursos? Ni idea. En toda mi vida he visto sólo dos de sus conciertos (el de 1992 me pilló con el pie cambiado) y eran distintos. Para ver conciertos idénticos ya están los frikis que les siguen allá donde actúen. Larga vida a U2.
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