Entras en el ambulatorio con tu maxi coxi a cuestas, la cartilla de salud, la bolsa con pañales no vaya a ser que la criatura haga popó y deje una peste en la consulta y ¡zas!, te encuentras con una señora que conoces de vista, pero a la que no pones ni nombre, ni apellidos, ni apodo. "Qué padres tan modernos que llevan a su hija al médico", te dice mientras pones tu mejor sonrisa. Entras en la carnicería con la fiera a comprar un par de pechugas de pollo, 200 gramos de chorizo de Pamplona y un filete para el puré, y otra señora, que también te suena, te espeta: "Qué padres tan modernos que hacen la compra". Y así podríamos seguir con el ultramarinos, la pescadería, la frutería, el colegio... Padres y modernos. Bienvenido. Hay un nuevo tipo de hombre que no necesita recurrir a esos ridículos cursillos de tareas del hogar que organizan algunos ayuntamientos para saber que la ropa blanca no se mezcla con la de color. Nunca he entendido que alguien casi siempre un varón tenga que aprender a planchar salvo que sea el cuello de las camisas, a fregar o a saber qué botón hay que apretar en la lavadora para que el asunto empiece a girar (a pesar de que sigo sin entender qué es el centrifugado). Este nuevo hombre, llamémosle patersexual, no tiene nada que envidiar al metrosexual que, si no estoy mal enterado, es ese tipo que de vez en cuando se pone el tanga de su mujer y todas las noches se cuida el cutis. Tampoco tiene nada que envidiar al hombre ubersexual que, según el manual, es varonil, limpio, elegante, inteligente, rudo, sutil... y, ¡oh sorpresa!, masculino.
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