El otro día, en plena desbandada general de Semana Santa, fui a comprar ropa. Acudí a una tienda que pertenece a una multinacional. Tardé exactamente 13 minutos y 45 segundos en entrar, elegir dos pantalones, una camisa y un niqui, quitarme la ropa que llevaba puesta, probarme la que había escogido, volverme a vestir, pagar las cuatro prendas y salir de la tienda. Para estos menesteres soy un tipo rápido y pragmático. Será por aquello de que me da una pereza terrible comprar ropa o, mejor dicho, tener que probármela y comprobar que coges dos pantalones de una misma talla y uno te entra y otro no, sin saber por qué. La desgana con la que acudo a renovar mi vestuario es proporcional al entusiasmo que observo en gentes que son capaces de salir de compras dos tardes enteras y volver a casa con las manos vacías. "No había nada para mí", suelen soltar ante tu incredulidad, ya sean pantalones o zapatos lo que buscaban. Que me disculpen ellas, pero creo que lo de ir de compras y no gastar un euro porque "no había nada que me gustara" es una afición más propia del género femenino. En mi visita relámpago comprobé también que hoy es posible comprar cuatro prendas sin que cruces media palabra con la dependienta. Entras, te pruebas, compras y te marchas. Y comprobé también que hay dependientas que se dedican a doblar la ropa que los clientes se han probado sin devolverla a la percha o a la estantería. Dobla que te dobla ropa. Da igual que la tienda sea de aquí o de Pernambuco. Globalización le llaman.
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