Comieron tantos talos cuando no se nadaba en la abundancia ("Cuando no había otra cosa para comer", suelen decir con resignación), que ahora los aborrecen. Por más intentos que hagas, no conseguirás que la amatxi ni la amona coman un talo. A lo sumo, echan un bocado para catarlo y dar el aprobado o el suspenso. Así que no extraña su alucine cuando en las ferias ven las colas que guarda el gentío para comerse la harina con agua al nada módico precio de cinco euros la pieza. Digo yo que si se vendieran talos en los supermercados, rara vez los compraríamos, aunque lo mismo dijimos en su día de la tortilla de patata precocinada, y a ver quién es el guapo que nunca ha metido un paquetito en el carro del súper. Con un talo, nunca lo haríamos. Si no, que se lo digan a la buena gente de Leitza que hace años fundó una empresa de talos y tuvo que cerrar al poco tiempo. Tal vez habrían encontrado mercado en Iparralde, donde a la hora de la krakada (del francés cracade, pronúnciese con la r fuerte francesa), hay quien se mete hasta tres entre pecho y espalda. Para talos, dicen, los de Segura, y para bollería, la que se vendía en los soportales de La Bretxa hace años, antes de que remodelaran el edificio y construyeran el actual mamotreto. Era venir a Donostia y, después de visitar templos sagrados como el Mendaur, el Erniope y el Sariketa, zamparte tan a gusto un xuxo XXL o un croissant de tamaño sideral. Echaron abajo La Bretxa y nunca más se supo de los bollos gigantes. Siempre nos quedará el talo.
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