Trece temporadas y 425 partidos después, Mikel Aranburu deja el fútbol profesional y la Real. Entró en Zubieta siendo un niño (con 13 años, en la categoría infantil) y se va con 33. Por excepcional, el caso del jugador de Azpeitia es para exponerlo como una asignatura obligatoria en las escuelas de fútbol. Aranburu representa un ejemplo de profesionalidad como pocos en estos tiempos en los que se prodigan los futbolistas con egos que no les caben en el pecho. Frente al individualismo imperante, lo suyo ha sido trabajar en favor del colectivo. Y lo ha hecho de la única forma que sabía hacerlo: sin estridencias, con una labor callada pero impagable. En silencio también se puede ser un gran líder. Si los aficionados de la Real echan la vista atrás, no recordarán una polémica, una declaración más alta que otra del capitán. Ni siquiera levantó la voz cuando le partieron la pierna en El Sardinero. Ni una sola queja. Ha llevado la modestia a tal extremo que ayer, en el anuncio de su adiós, dijo confiar en que figure en la convocatoria de su partido de despedida ante el Valencia en Anoeta. Por su forma de ser, supongo que huirá del boato y las despedidas rimbombantes. Pero, por una vez, la Real tiene una ocasión inmejorable para agradecer como se merece la labor de un futbolista que representa como nadie la idiosincracia de club. En los 80 abundaban los Aranburus, pero en los albores de este siglo XXI, en los que el dinero todo lo pudre, cuesta encontrarlos. Se va un referente, el capitán, pero siempre nos quedará su ejemplo. Una retirada a tiempo es una victoria.
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