Los Juegos Olímpicos son un mundo de contradicciones. Durante 17 días prestamos atención a disciplinas deportivas que nos han sido ajenas los cuatro años anteriores. Hacemos un paréntesis y presenciamos los ejercicios de gimnasia, las competiciones de natación de todos los colores (conozco a auténticas entusiastas de la natación sincronizada), las de tiro con arco y lucha libre, vemos ensimismados las exhibiciones de doma clásica, seguimos la vela, el remo y el piragüismo, y, cómo no, no nos perdemos los partidos de voley-playa, que se juegan frente al número 10 de Downing Street y alegran la vista. Curioso deporte este último en el que las chicas se tapan lo justo y a los chicos solo les falta ponerse una zamarra cuando, la verdad, podrían jugar sin camiseta. Hace unos días, en la redacción de este periódico, unos cuantos compañeros hicimos corrillo junto a la televisión para ver el combate en el que el gasteiztarra Sugoi Uriarte competía por lograr la medalla de bronce. La mayoría éramos profanos en la materia, salvo uno, que dominaba el arte del judo. Así que como la cosa no se resolvía, hubo quien soltó aquello de "¿hay gol de oro?" cuando se intuía que la lucha iba a acabar en empate. Sea judo, tenis de mesa o waterpolo, durante estos días nos abonamos a los cursillos acelerados para aprender las normas, usos y costumbres de muchos deportes que hibernan en el olvido durante las Olimpiadas (el periodo que va de unos Juegos a otros). Y ya puestos en contradicciones, qué decir del fútbol, convertido estos días en un deporte de segunda fila que se juega en estadios semivacíos.
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