Los humanos somos así, capaces de viajar hasta la Conchinchina para descubrir el rincón más perdido de la Tierra, sin haber pisado en nuestra vida las calles de Zerain. Ascendemos un cuatromil en los Alpes, o un tresmil en los Pirineos, pero conocemos el Adarra porque es ese monte que vemos desde la autopista cuando nos desplazamos al curro. Para gustos y variedad están los colores, y para viajar, ancho es el mundo. Supongo que, como en todo, en el término medio está la virtud. Podemos compaginar un viaje a Nueva York o a India con una salida a Donibane Garazi o Gaztelugatxe, por citar algunos lugares con encanto. Pero ahora que andamos mirando el bolsillo más que nunca, practicar el turismo interior resulta más que saludable. Hace unas semanas, servidor decidió en buena compañía conocer la playa de Landa, en el embalse de Ullibarri-Gamboa, en la muga entre Araba y Gipuzkoa. Por aquello de hacerlo más difícil y dado que no nos gusta usar los GPS que te lo ponen todo a huevo, viajamos vía Bilbao sin mirar ni mapas ni webs ni gaitas. El objetivo era llegar haciendo uso de las señales de la carretera y nuestra orientación... y nos costó lo suyo. Ni una sola señal te conduce hasta el embalse. Un pequeño cartel con el indicativo Landa (en referencia al pueblo del mismo nombre) es lo único que te encuentras. Es muy cool gastarse varios miles de euros en cuchipandas en Madrid para dar a conocer las 7.000 maravillas vascas, pero no está de más invertir unos céntimos en señalizar nuestros parajes más preciados. Ya de paso, acondicionamos los retretes del embalse, que olían a tigre de Bengala.
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