Decíamos hace unos días
que España necesita de manera urgente un rescate de sus horarios de
trabajo. Si, como dicen quienes manejan los datos macro y
microeconómicos, la crisis no se deja notar de la misma forma aquí que
más allá del Ebro, sucede algo parecido con el asunto de las horas de
entrada y salida del curro, y de nuestros hábitos. Digamos, por
resumirlo, que por estos lares, y no solo por cuestión de cercanía
geográfica, tenemos horarios más europeos (excepción hecha de
determinados trabajos como, por ejemplo, la redacción de un periódico).
Abrimos las tiendas a las nueve, cerramos a la una (ni un minuto más, ni
uno menos), comemos en una hora y, en lugar de la clásica siesta,
optamos por la kuluxka, que es igual de reparadora pero más
corta (y sin pijama ni orinal). Diría más. En determinados lugares de
este país incluso son más europeos que en otros. Según avanzamos hacia
el norte, antes se cumplen los quehaceres diarios. Tengo un amigo que
trabaja en un restaurante enclavado en la muga que come a las once de la
mañana porque a eso de las once y media ya tiene a los primeros
clientes, ya sean de Urruña, Baiona o Toulouse, sentados en la mesa. Y
no es raro acercarse de visita a un pariente de Iparralde y comprobar
que se dispone a cenar a las siete y media de la tarde. Por no decir que
en las televisiones francesas mantienen aún la buena costumbre de
emitir los telediarios a las 20.00 horas para, media hora después, iniciarse la película o la serie de turno. Aquí el prime time no llega antes de las 22.30 horas. Noctámbulos, que somos unos noctámbulos.
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