Flipado me tiene la última
polémica con la que se están entreteniendo los paisanos alemanes. El
Bundesrat (no confundir con el Bundestag) acaba de aprobar la
prohibición del uso de animales para actividades sexuales, ergo, la
zoofilia. Desde aquella leyenda urbana de Ricky Martin, el armario, el perro y la mermelada, no asistía desde la distancia y con asombro a cosa igual. Leo en El Mundo
que se calcula que unos dos millones de germanos practican este
menester (una cifra que se me antoja excesivamente inflada) y que
incluso están agrupados en el colectivo Compromiso Zoófilo para la
Tolerancia y la Claridad (ZETA). Un tal Michael Kiok se ha convertido en el abanderado de la protesta. Enamorado como está de su perra Cissy,
que, cómo no, es un pastor alemán, no entiende que el Gobierno de su
país legisle y prevea multas de hasta 25.000 euros sobre una materia que
era legal desde 1969 hasta anteayer. Michael, que también lo ha probado
con yeguas, argumenta que "los animales son mucho más fáciles de
entender que las mujeres" y que nadie como ellos aman tanto a perros y
demás especies. Al margen de que en Alemania se trate con cierta
normalidad lo que en cualquier otro país sería un asunto tabú, lo que
más me llama la atención es que quienes practican la zoofilia sean
visibles: un grupo de ciudadanos (no se especifica cuántos) se concentró
hace unos días en Berlín en protesta por la prohibición. No me imagino
un acto similar en el Boulevard, por ejemplo. Estaría bien saber qué
opinan los perros de todo esto.
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