Soy alérgico a
la carne de caballo y hace dos semanas me zampé una ración de albóndigas
en el restaurante de una multinacional sueca del mueble cuyo nombre no
recuerdo. Lo digo así, de sopetón, y fuera bromas, por si acaso no vivo
para contarlo. Sé desde hace más de 30 años que mi estómago no tolera
las delicias que ofrecen los equinos. Cuando por aquí escaseaban los
dentistas, más de uno cruzábamos la muga para arreglarnos los piños en Iparralde. En mi caso, visité decenas de veces (y no exagero) el potro de torturas
de monsieur Poulou. El viaje consistía en desplazarme a la consulta de
Ziburu, esperar media horita, ver cómo me apretaban el dichoso aparato
de la boca y vuelta a casa como copiloto de mi santa madre, que hizo un
tratado de cómo conducir sorteando semana tras semana las retorcidas
curvas de Ibardin. En unas de esas idas y venidas descubrimos un puesto
ambulante de venta de carne de caballo frente al portal del dentista.
Semejante manjar debió sentarme como mil demonios porque al cabo de unos
días se me llenó el cuerpo de granos. El médico lo tuvo claro tras
hacer un repaso a la ingesta de alimentos de esos últimos días: "Es
alérgico a la carne de caballo". A otro familiar se le puso la cara como
un globo, así que lo nuestro con la carne de caballo como que no pudo
ser. No he vuelto a saber más de estas exquisiteces hasta hace unas
semanas, cuando se ha descubierto que algunas empresas dan gato
(caballo) por liebre (vacuno). Será cuestión de probar y ver si la
alergia sigue vigente.
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