Sé que me repito como un
pimiento relleno, pero como el asunto da juego entre el postre y el
café, lo pongo de nuevo en el tapete de la sobremesa. Hablamos de
mujeres. De mujeres y de compras. En concreto, de mujeres que salen de
compras (un día entero, una tarde entera) y vuelven a casa con la
cartera intacta y las bolsas vacías. Incomprensible a ojos vista de un
servidor. Me resulta materialmente imposible decidir que voy a comprarme
dos vaqueros y volver a casa sin ellos. A veces incluso me los llevo
puestos, como las zapatillas. En el caso de ellas, o de algunas de ellas
habría que decir, no siempre impera esta lógica. "No había nada para
mí", te responden después de probarse 30 pantalones, 20 pares de
zapatos, diez blusas y otros tantos vestidos, y de recorrerse 25 tiendas
de todos los estilos y colores. O vuelven a casa de vacío, o lo hacen
con un par de sujetadores y unas bragas. Al "no había nada para mí" le
sigue el clásico "no tengo nada" cuando abren ese armario ropero en el
que ellas ocupan tres cuartas partes de las baldas y colgadores y tú te
conformas con una esquinita en la que amontonas niquis y jerseys. Y qué
decir llegada la hora de probarse la ropa. Si una mujer, recién vestida
por la mañana, te pregunta a ti, que estás sobao entre las
sábanas, sobre cuál de los dos zapatos le queda mejor, tú le contestarás
que el zapato negro que lleva en el pie derecho, y ella, con un 100% de
probabilidades, elegirá la bailarina azul del pie izquierdo.
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