Cada vez que alguien
(normalmente un político de alta alcurnia o un juez de los de Champions
League) enlaza en una misma frase los términos separación de poderes,
independencia judicial, imparcialidad y respeto judicial, me entra un
ataque de risa floja. Hace tiempo que la Justicia que se imparte en las
altas instancias del Estado es sorda y ciega y responde a intereses
particulares, pero es que las tres resoluciones del Tribunal Supremo que
se han dictado en la última semana sobre el caso CAN, los tejemanejes de Jaume Matas en Baleares y el campeonísimo José Blanco en
Galicia han colmado el vaso de la incredulidad. No es ya que la clase
dirigente vea rebajadas sus penas o, simplemente, no sea imputada en
causas que son de cajón. Es que, además, se pavonean y sacan pecho. Ahí
tienen a Barcina, Sanz, Maya y Miranda
que, una vez hecho público el auto del Supremo, desfilaron uno por uno
para decir que son más limpios que la patena. Si actuaron con la
honradez de la que ahora alardean, ¿por qué devolvieron el dinero que
se embolsaron en aquellas interminables reuniones en los
órganos de la CAN que ellos mismos crearon? ¿Es honrado cobrar miles de
euros (hasta 89.000 llegó a recibir Sanz) por encadenar reuniones en las
que eran meros oyentes y ni siquiera se levantaban actas? ¿Duermen con
la conciencia tranquila? A ojos del Supremo, que resuelve en un auto de
seis páginas una instrucción que duró cuatro meses y ocupó 2.000 folios,
han quedado absueltos; a ojos de la opinión pública, hace tiempo que se dictó sentencia.
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