nunca he corrido un
encierro. ¿Usted tampoco? Vale, pero usted no tiene sangre navarra que
le corre por las venas ni una tropa de parientes, vía paterna, con ADN
de la Ribera. "Tranquilo, no eres el único", me dice el tío Marcelino,
"somos más bien una familia un poco cagueta". Unos toretes cuando
sueltan las vacas de Macua en fiestas, pero poco dados a ponernos
delante de las astas de los Torrestrella. El primo Alfredo probó
alguna vez en la plaza del Ayuntamiento, pero el resto -ellas
incluidas- somos más de ver los toros desde la barrera, las gradas o la
televisión. Servidor, lo más cerca que ha visto unos pitones fue hace ya
unos cuantos años saliendo de un bar de una de las bocacalles de la
Estafeta. Había amanecido y por allí pasaron al trote morlacos y
cabestros que, huelga decir, son mansos pero impresionan más. Los
encierros, como cualquier otro deporte de alto riesgo, son para verlos
desde el sofá. Y, desgraciadamente, en los últimos años el espectáculo
no es nada edificante. Se está perdiendo el respeto al encierro. La
masificación era y es un problema, sí, pero lo es más la cantidad de patas que
entorpecen la carrera y ponen en peligro su vida y la de los demás.
Cada año aumenta el número de corredores que desconocen el abc
del encierro: respeto al animal, respeto a las normas (que las hay) e
incluso respeto a la tradición (vestirse de pamplonica y, ya puestos,
con un periódico en la mano). Nunca como este año se ha visto a tantos
corredores con una cámara en la mano o en la cabeza. No es precisamente
correr con cabeza.
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