Creo que ya he contado alguna vez en este txoko que, de chaval, chupé
banquillo en un montón de campos de fútbol guipuzcoanos. Si no me falla
la memoria, durante una larga temporada en Primera Regional, senté mis
posaderas en 37 de las 38 jornadas. Casi siempre éramos los mismos
cuatro en el banquillo. Erauste, que era el portero suplente, Iñaki, que con los años se hizo fijo en el lateral derecho, Pacheco, alias Blokhin,
que era el que destacaba, y un servidor. 37 de 38, que se dice pronto.
Como el equipo andaba como un tiro y tenía opciones de ascender, casi
siempre jugaba el mismo once. El entrenador tuvo el detalle de
alinearnos en el equipo titular en la última jornada con todo ya
resuelto. Eran esos años en los que ya eres consciente de que nunca vas a
cumplir tu sueño de jugar en la Real. El banquillo casi siempre es una
sensación frustrante, salvo que seas Michel Loinaz,
salgas media hora y metas dos txitxarros por la escuadra. Juegas diez
minutos como un pollo sin cabeza, viéndolas venir. Haciendo un
paralelismo, es parecido a cuando regresas al trabajo después de dos o
tres semanas de vacaciones. Has estado ocioso a más no poder, cambiando
de costumbres y, si eres de los que trabaja pegado a la pantalla de un
ordenador, a la vuelta te encuentras 1.500 mensajes sin responder en la
bandeja del correo y tareas que dejaste antes de disfrutar de las
vacaciones. Andas, aquí también, como un pollo sin cabeza, tratando de
ponerte al día. Que les sea leve a los que llegan de descansar en julio.
Ya falta menos.
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