hace trece años, hacia el
mes de abril, llevé a reparar a un servicio técnico oficial una cámara
de vídeo de una famosísima multinacional de la electrónica. Era un
taller pequeñito en una calle rebuscada a la que tenía que desplazarme
en coche. El dueño del local examinó el aparato y dijo la frase mágica:
"Se le ha roto una pieza. Pediré una de reciclaje y te la cambiamos. La
próxima semana la tendrás lista". Todavía estoy esperando, amigo. No
recuerdo las veces que volví a ir al taller para preguntar por mi
cámara, pero no serían menos de diez, a las que hay que sumar las
incontables llamadas de teléfono que hice para preguntar por el estado de salud
de mi máquina. La respuesta era siempre la misma: "El chaval la está
mirando. Cuando llegue la pieza de reciclaje, la arreglamos. La próxima
semana estará lista". Y así durante semanas y semanas. No exagero.
Nunca supe más de ella. Me acuerdo de aquella cámara de vídeo cada vez
que abro el cajón en el que le está esperando la funda en la que dormía.
Al final no supe si la pieza de reciclaje nunca llegó al pequeño
taller, si despidieron al chaval y no pudo meterle mano a la máquina
(aunque por aquel entonces, hablamos de 2001, no había crisis) o si el
aparato acabó en la estantería de los objetos que no tienen arreglo. El
caso es que me quedé descompuesto y sin cámara. Hace un mes llevé a
reparar un reloj de una conocidísima marca deportiva a la tienda en la
que lo compré. No sé nada de él, pero digo yo que será que estamos en
agosto, cuando todo se paraliza. Debe de ser cosa de la obsolescencia
programada.
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