jueves, 29 de agosto de 2013

La cámara de vídeo

hace trece años, hacia el mes de abril, llevé a reparar a un servicio técnico oficial una cámara de vídeo de una famosísima multinacional de la electrónica. Era un taller pequeñito en una calle rebuscada a la que tenía que desplazarme en coche. El dueño del local examinó el aparato y dijo la frase mágica: "Se le ha roto una pieza. Pediré una de reciclaje y te la cambiamos. La próxima semana la tendrás lista". Todavía estoy esperando, amigo. No recuerdo las veces que volví a ir al taller para preguntar por mi cámara, pero no serían menos de diez, a las que hay que sumar las incontables llamadas de teléfono que hice para preguntar por el estado de salud de mi máquina. La respuesta era siempre la misma: "El chaval la está mirando. Cuando llegue la pieza de reciclaje, la arreglamos. La próxima semana estará lista". Y así durante semanas y semanas. No exagero. Nunca supe más de ella. Me acuerdo de aquella cámara de vídeo cada vez que abro el cajón en el que le está esperando la funda en la que dormía. Al final no supe si la pieza de reciclaje nunca llegó al pequeño taller, si despidieron al chaval y no pudo meterle mano a la máquina (aunque por aquel entonces, hablamos de 2001, no había crisis) o si el aparato acabó en la estantería de los objetos que no tienen arreglo. El caso es que me quedé descompuesto y sin cámara. Hace un mes llevé a reparar un reloj de una conocidísima marca deportiva a la tienda en la que lo compré. No sé nada de él, pero digo yo que será que estamos en agosto, cuando todo se paraliza. Debe de ser cosa de la obsolescencia programada.

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