cuando el otro día vi una fotografía de la agencia Efe en la que el presidente de La Rioja, Pedro Sanz, recibía en una audiencia oficial a un niño que había ganado el MasterChef txiki de TVE, me dije: La moda de los concursos de cocina en televisión se nos ha ido de las manos.
En los últimos meses, al calor de los pucheros, los certámenes han
crecido como las setas. Me reservo la opinión porque reconozco que no he
visto ni uno solo de los concursos y a lo más que he llegado es a ver,
arrastrado por la chavalería, varias entregas de una cosa (creo que se
le puede llamar cosa) que emiten en Divinity y que lleva por nombre Guerra de cupcakes.
Siempre he pensado que la cocina es material para tratar con pausa, a
fuego lento y desprovisto de toda connotación competitiva, a pesar de
que siempre han abundado los concursos de tortilla de patata, de
ajoarriero, de calderetes y de guisos varios. Será que no soy
cocinillas. Todo lo que sé hacer en la cocina se resume en cinco años de
vida de universitario, o sea, un máster en espaguetis con tomate,
empanadillas, tortillas y, si acaso, unas patatas a la riojana. Me
especialicé en cambiar mi turno de cocina por el de fregar, así que con
eso lo digo todo. No me gusta cocinar en este país que rinde culto a la
comida. Pero me encanta comer y dejar el plato limpio como la patena.
Así que podría decir que lo único imprescindible en una cuadrilla es que
haya un buen cocinero. Y donde digo una cuadrilla, digo un equipo de
fútbol o un grupo de currelas. El cocinero es el único ingrediente que
no puede faltar.
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