Definitivamente, las redes
sociales nos tienen atrapados. Nos hemos convertido en seres mutantes
que vamos de aquí para allá con el móvil o la tablet, o ambos
dos, asidos a nuestras manos. Son un apéndice más de nuestro cuerpo.
Caminamos por la calle sin mirar alrededor, con los ojos puestos en el
celular, comemos con el aparato a modo de cubierto, corremos sin
despegarnos de él, estamos atados a él con el manos libres del coche e
incluso a veces conversamos con otra persona sin quitar ojo a la
pantalla. Vivimos pendientes del WhatsApp, de que nos van a llamar por Skype, de Linkedin, de mirar nuestro muro de Facebook, de consultar la última hora de Twitter, de lo más on/off de Pinterest, de hacer fotos con Instagram, de hacer más fotos con Flickr, de estrenar Telegram para comprobar si es tan útil como nos han comentado, de Google Plus, de Tuenti
y de lo que vendrá, porque esto no ha hecho más que empezar. Vivimos en
un sinvivir hasta tal punto de que se diría que si no tienes WhatsApp
estás en fuera de juego, eres de otro mundo. En cuestión de años hemos
pasado de tener un teléfono fijo (entonces no se llamaba así) que
usábamos solo para hablar al mediodía y al anochecer, a retransmitir
nuestras vidas en vivo y en directo.
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