Si las 24 horas del día se reparten en ocho horas para trabajar, ocho para dormir y ocho para las labores domésticas, el ocio y otros vicios confesables, hay algún capítulo que me estoy perdiendo. Y creo que no soy el único. Rara vez cumplo la conocida como regla de las tres ochos. O trabajo más de ocho horas y duermo menos de ocho. El ordenador es un apéndice más del cuerpo, hasta tal punto que conozco a más de uno que de tanto manejar el ratón tiene un bultito entre la mano y la muñeca. Como en este bendito trabajo pasas mucho tiempo leyendo y releyendo periódicos, correos, cartas, textos, titulares, sumarios, blogs, tuits, Facebooks, notas de prensa, informes, previsiones y todo lo que caiga encima de la mesa, llega un momento (normalmente al final del día) en el que no te apetece dedicar ni un minuto más a la lectura. A uno le gustaría emplear media hora diaria en un libro, pero ya no caben más letras en el cerebro. Será por eso, por el gusto por los libros, por lo que siempre me paro frente a los escaparates de las librerías para observar las últimas novedades que no voy a poder leer. Al menos prometo leer los tres últimos libros que me han regalado y que por ahora descansan en la estantería a la espera de ser abiertos: uno sobre fútbol, otro de rabiosa actualidad y un tercero acerca de Julio Caro Baroja.
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