Del rosario de
anacronismos que arrastra la Iglesia católica desde los siglos de los
siglos, el celibato obligatorio figura en los altares como una de sus
tareas pendientes de revisión. La carta que han enviado al Papa 26
mujeres que viven, han vivido o desearían vivir una relación con un
sacerdote ha vuelto a poner de actualidad un asunto del que no oirán
hablar a la jerarquía eclesiástica, más preocupada de opinar sobre
asuntos en los que haría mejor si se tapara la boca. El caso es que pájaros espinos
ha habido desde que el mundo es mundo. Decenas de curas han tenido el
corazón dividido entre el amor a Dios y el amor terrenal, de carne y
hueso. Según las estadísticas (que las hay también en este campo), desde
los años 70 unos 100.000 sacerdotes han dejado los hábitos para
mantener una relación (marital o no) y cada año el Vaticano concede unas
700 dispensas para vivir un amor pleno con una mujer o, digo yo, con un
hombre. Hace unos días, el periodista Juan Arias apuntaba en un
excelente artículo en El País que la prohibición de casarse
data del Concilio de Trento (1545-1563) y recordaba que "Pedro, el
primer Papa de Roma" estuvo casado y nadie ha demostrado que no lo
estuviera Jesús. El problema es que a la jerarquía de la Iglesia hace
tiempo que se le paró el reloj.
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