Hace ya unos años, y no
estoy hablando del Pleistoceno, tener un móvil era algo extravagante. No
diré que estaba mal visto, pero sí era habitual encontrar más amigos
que carecieran del aparato que un rara avis que lo tuviera y lo
utilizara. De hecho, a más de uno le daba (y le sigue dando) reparo
hablar con el móvil por la calle. Y existía una resistencia numantina a
comprarlo. Incluso entre los periodistas, pese a que luego se ha
revelado como un herramienta imprescindible para realizar este trabajo.
“Ni tengo móvil ni lo voy a tener”, escuchabas a más de uno. Su
expansión y popularización ha sido tan vertiginosa que hoy es complicado
encontrar a alguien que no tenga el dichoso celular. Ha pasado de ser
un artilugio prescindible a ser indispensable y hasta adictivo. No
podemos vivir sin él, estamos enganchados, más aún desde que se ha
convertido en un miniordenador que nos mantiene en permanente contacto
con la familia, los amigos y el mundo que se mueve ahí afuera. Cada
lanzamiento de un nuevo aparato se convierte en una ceremonia de
resonancia mundial que los medios amplificamos. Ha sucedido esta semana
con la marca de vanguardia. No le hace falta gastarse un duro en
publicidad. Ya le hemos hecho el trabajo por adelantado.
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