Por si acaso la UDEF
comienza a husmear en mis cosas (“unas pocas cosas”, Rajoy dixit),
confesaré aquí y ahora que he viajado a Suiza tres veces. La primera, en
septiembre de 1990, para ver el partido Lausanne-Real, ida de los
treintaidosavos de final de la Copa de la UEFA. Chapuisat y Hottiger nos
dieron para el pelo en el estadio La Pontaise (3-2), pero en la vuelta
Aldridge arregló el desaguisado con un txitxarro. La segunda vez, en la
Semana Santa de 1992, recorrí buena parte del país en un autobús junto a
una treintena de animosos guipuzcoanos. Lo pasamos estupendamente. Y la
tercera, en mayo de 2001, lo hice en pareja, con parada y fonda de tres
días en Zermatt, uno de los pueblos más bonitos de este mundo. Si te
suben a un avión, te tiran con un paracaídas y caes en Suiza, creerás
que estás en Abaltzisketa. Aparte de las cimas de 4.000 metros y los
lagos, el paisaje de la Confederación Helvética y el del norte de Euskal
Herria guardan más de un parecido. Más salvaje el suizo, pero tan verde
como el que tenemos por estas tierras. Una vez has disfrutado de Suiza,
llegas a una conclusión irrefutable: abundan los bancos, las joyerías y
las chocolaterías. Ahora sabemos que también abundan las cuentas
corrientes de políticos putrefactos, los mismos que decían que Hacienda
somos todos.
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