la última vez que me
disfracé en carnavales fue tan memorable que nunca más he vuelto a
salir. Fue hace más de diez años. Salíamos en cuadrilla vestidos de
gitanos y gitanas a la antigua usanza, con carromato tirado por caballo,
cabra (que luego se nos perdió), chimenea, tenderete con bragas y
gayumbos, los cacharros de la cocina asomando por el ventanuco y una
carga de botellas de Tío Pepe. Creo que fue también la primera y última
vez en mi vida que he bebido Tío Pepe. Supongo que no desentonábamos
porque cada vez que nos cruzábamos con un matrimonio gitano que reside
en el pueblo, se descojonaban al vernos. Teníamos hasta patriarca, que
luego supe que se apellidaba Amador, y creo que nos hacíamos llamar Los
Heredia. No sé cómo acabé aquel Lunes de Carnaval, supongo que
travestido como en otros tantos carnavales en los que salías de árabe y
acababas con una media en la cabeza y zapatos de payaso. Apenas recuerdo
que llevaba un sombrero cordobés, reliquia de otro disfraz en el que
tres amigos protagonizamos el anuncio de Cola Cao de Rivaldo, Roberto
Carlos y Denilson. Yo era Denilson hasta que a la hora del vermut me
convertí en El Cuñao después de que un balón de Nivea me
reventara media paleta que voló hasta el vaso. Echamos risas hasta que
el dentista vino con la factura.
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