De un concierto de masas
se espera que el público disfrute, que la acústica sea buena, que suenen
los temas más célebres y pegadizos, que el vocalista o el grupo se
identifique con los espectadores que le aclaman al pie del escenario y
que incluso haya bises. Hay conciertos y conciertos, y luego está Bob
Dylan. Ni piezas clásicas para cantar al unísono con los fans, ni gestos
de complicidad, ni media sonrisa que echarse a la boca. El bardo de
Minnesota es rarito como pocos y antipático como el que más. Cuentan que
al famoso autobús negro que le lleva de plaza en plaza y que mañana le
trae de gira por Donostia no pueden acceder ni sus propios músicos. El
caso es que, al contrario que en otras estrellas de la música, en Dylan
no se trata de leyendas urbanas. Es hierático y seco hasta decir basta. Y
debe tener alergia a las fotos porque ha prohibido que se tomen
imágenes de su concierto y del de Andrés Calamaro, que le precederá en
Illunbe. Y no solo lo prohíbe a los profesionales, también a los
espectadores, convertidos desde hace tiempo en fotógrafos en potencia,
móvil en ristre. Está el asunto como para que la promotora del concierto
le diga al viejo Bob que salude al respetable con un “Kaixo Donostia!”,
se enfunde la camiseta de la Real y diga unas palabritas de apoyo a
Donostia 2016.
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