me encantaría
entrar en una ferretería, o en uno de esos grandes almacenes de la
construcción tan de moda últimamente, que te venden desde un martillo a
una caldera, y saber para qué sirven los centenares de herramientas que
muestran en las estanterías. Habitualmente desconozco para qué diablos
sirven la mayoría de artilugios. Con frecuencia llegan al buzón de casa
folletos repletos de páginas y fotos con las características de mil
productos que me resultan tan extraños como las partes del motor de un
coche o las especificaciones de los catálogos de ordenadores. Es duro
ver sentado en el sofá que el tipo de Bricomanía es capaz de
construir una piscina y, mientras, tú tienes que recurrir a tu cuñado
para colgar un cuadro. Primero, porque no tienes taladro, un arma de
destrucción masiva en tus manos. Segundo, porque te invade el temor a
hacer un estropicio y que el agujero traspase la pared y llegue hasta la
cocina del vecino. No digo ya si se trata de manipular algún aparato
eléctrico. Cualquier chapucilla que no vaya más allá de cambiar una
bombilla provoca a tu alrededor la sensación de que vas a causar un
cortocircuito. Te ven los tuyos llegar con tu caja de herramientas de la
señorita çPepis y les entra el pánico. ¿Un manitas nace o se hace?
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