alguien debería haberle explicado al ínclito Hansel Cereza, alias Silosenovengo, que por estos pagos estamos curados de espanto con los proyectos que generan (grandes) expectativas. Por falta de costumbre no será. Cada verano nos venden un bonita moto blanca y azul que crea enormes expectativas, pero que se avería a mitad de temporada y nos obliga a comprar nuevas piezas para que vuelva a carburar. Y cada agosto fichamos a uno de los mejores delanteros de la campaña anterior, que se ha hinchado a meter goles en un equipo menor, pero que cuando pisa el césped de Anoeta se queda seco. Hay expectativas de que tu club se clasifique entre los mejores de la Liga, pero la cruda realidad entierra tus expectativas y te coloca mirando al fantasma del descenso otra vez. Somos grandes generadores de expectativas (la Real, Tabakalera, la Capitalidad Europea de la Cultura o la estación de autobuses); otro asunto es que se cumplan. Para cumplir las expectativas ya están los datos de turismo y las barras de pintxos de la Parte Vieja. Las expectativas recuerdan a esas fiestas que planificabas de joven y acababan en fracaso. De largo, las mejores fiestas siempre han sido aquellas en las que salías a las tres de la tarde a tomar un café para no caer en la tentación y acababas entrando en casa a las seis de la mañana del día siguiente. Sin crear expectativas.
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