El otro día David Cameron compareció ante los medios de comunicación a las puertas del número 10 de Downing Street. La escena no tenía nada de particular, si no fuera porque en uno de los costados estaba su mujer, sin voz ni voto, sin más papel que formar parte del decorado. Suele suceder a menudo con las cónyuges de los mandatarios, y con mayor o menor frecuencia. Algunas (Michelle Obama) van y vienen de la mano de su marido y otras (Elvira Fernández) aparecen en el balcón del partido cada cuatro años. Rara vez verán las mismas escenas cuando la presidenta es una mujer. Seguramente no conocen ni el nombre de su marido. Jamás he visto a Angela Merkel dando una conferencia de prensa con su marido al lado (un insigne químico, por cierto), como si fuera una estatua, y lo mismo ocurre con Nicola Sturgeon, ministra principal de Escocia, por poner dos ejemplos de mujeres con mando en plaza. Mención aparte es el papel que se reserva a las mujeres en los podios de las carreras de ciclismo y en las parrillas de salida del motociclismo y la Fórmula 1. Son repartidoras de sonrisas y besos. Puro marketing de cartón-piedra de minifalda, pelo largo y 90-60-90. Ellas también forman parte del decorado.
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