desde hace años, las
compañías telefónicas ostentan el dudoso honor de encabezar el ránking
de empresas que reciben más quejas, denuncias y reclamaciones por el
deficiente, por no hablar pésimo, trato que ofrecen a sus clientes. Pese
a que ganan dinero a espuertas, la atención presencial que dispensan a
los consumidores (la telefónica da para una tesis doctoral) es casi
siempre rácana en personal. Dos, o a lo sumo, tres trabajadores se
encargan de atender a clientes que, por lo general, plantean muchas
dudas y preguntas porque no es sencillo dominar el lenguaje y los
términos que se utilizan a la hora de, por ejemplo, contratar una nueva
tarifa. No todo el mundo está familiarizado con megas, imeis, 4Gs,
fibras ópticas y fibras simétricas. Así que lo habitual es que se
formen unas buenas colas y unas larguísimas esperas, eso sí, con tu
turno impreso en un ticket, que queda muy molón eso de que te llame el
empleado leyendo tu nombre en una tablet. Luego, una vez has tomado
asiento (ahora se llevan mucho los taburetes), normalmente el ordenador se cuelga
y las gestiones se eternizan. Nada tengo contra los trabajadores, que
la mayoría de las veces te atienden lo mejor que pueden, sino contra
unas empresas que pisotean, cuando no engañan, a clientes que cada mes
pagan religiosamente sus facturas.
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