los discursos de
Nochebuena y Nochevieja de Juan Carlos I, Felipe VI, Urkullu, Patxi
López e Ibarretxe me han pillado siempre de poteo. Nunca los he seguido
en directo por la televisión. No son horas. O estoy en lo que comúnmente
llamamos el cóctel pre zampada de Nochebuena (una copa de cava con
azúcar en los bordes y una guinda nadando en su interior), o estoy
echando unos crianzas en bares hasta los topes antes de que
suenen las doce campanadas. A ambos discursos les presto la atención que
la profesión obliga, pero en versión Cospedal, o sea, en diferido y
resumidos en la prensa escrita uno o dos días después. En realidad, una y
otra comparecencia no pasan de ser una tradición navideña más y dan
para lo que dan: para tener un par de titulares en los periódicos de los
días 26 de diciembre y 2 de enero, y para que los portavoces de los
partidos den palos o zanahorias según les convenga. El discurso (mensaje
lo llaman) de Felipe VI, El Preparado, de este año era
propicio para unos cuantos palos. No ya por lo que dijo sino por lo que
ni siquiera citó en sus 13 minutos de comparecencia. No dijo ni papa de
la violencia machista, los refugiados, la corrupción o la guerra de
Siria. Tocaba Catalunya (sin mencionarla) y un carro de palabras huecas.
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