Todos hemos falsificado
alguna vez una firma. Sea la de nuestra madre, nuestra mujer, nuestro
hermano o la del vecino del quinto que no está en casa cuando llega el
mensajero con un paquete. Es un clásico de la burocracia, siempre que el
autógrafo sea para una cuestión de poca monta. La habilidad, si es que
se puede hablar de habilidad, consiste en escribir una rúbrica con un
trazo diferente al tuyo para, al menos, disimular. Hace años, para
trabajar como becario en un periódico que no era este, me facilitaban en
la entrada una tarjeta con la inscripción Visita, y luego el jefe de turno tenía que firmar un papel. Más de una vez mi exjefe estampaba un garabato en el que se podía leer Diego Armando Maradona
(sobra decir que ambos trabajábamos en Deportes). En más de una ocasión
he probado a hacer lo mismo con los comprobantes que te entregan en las
gasolineras. Firmas con el nombre que te da la gana, con letra de
médico si hace falta, y no pasa nada. Es un mero trámite. Hay una
segunda categoría de personas que siempre firman igual. Sus autógrafos
son como dos gotas de agua. Y luego está Bárcenas, que para falsificar
la rúbrica de su mujer (la que el martes hizo lo que se denomina una infanta),
hacía “un churro” con la firma. Y así, firmita a firmita, acumuló 47
millones de euros en cuentas bancarias en Suiza. De puro churro.
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