Con todo su buen corazón,
un familiar nos regaló sendas cajitas de esas que te prometen vivir un
instante, dos días o una escapada irrepetible que recordarás toda tu
vida. Durante meses las cajitas permanecieron en la estantería, muertas
de risa, hasta que un mal día decidí canjearlas por una de esas
experiencias de ensueño que dicen que te transportan a un estado de
absoluta felicidad. Así que apunté el código, llamé al establecimiento
que previamente había escogido y comenzó una pesadilla que acabó por
convertir el detalle en un regalo envenenado. Primera sorpresa. “Aunque
el regalo no ha caducado, los códigos son antiguos. Tiene que pedir los
nuevos códigos a la empresa que vende las cajas”, me dijo una voz
angelical. Seis llamadas a un 902 y tres días después, a pesar de contar
con sendos códigos nuevos, tampoco fue posible canjear los dichosos
regalos. Durante ese tiempo me perdí en una maraña de registros de las
cajitas, registro en la web de la empresa, códigos, reembolsos del
importe de más a pagar y no sé cuántas gestiones. He pagado más dinero
por llamar al 902 que por el propio coste de las cajitas. Una está
disponible y la otra está perdida en el limbo de Internet. La empresa es
un compuesto de sumar un nombre de un Estado de EEUU (da igual norte o
sur) y la palabra caja en inglés. Pitorreo es poco.
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